arturocejaet

 

Jacona

 

Durante el desarrollo de la Guerra Cristera, en Jacona fue resguardada la imagen de Nuestra Señora de La Esperanza, Santa Patrona de la Diócesis de Zamora.

El jefe Cristero, José María Méndez Plancarte, le rinde tributo en la casa de don Luis Sandoval y Luisa Hernández, ubicada en la calle Morelos número 77. Era venerada a escondidas con la finalidad de evitar que fuera destruida por las fuerzas del gobierno, razón por la que se turnaba su resguardo entre familias católicas de la entonces Villa de Jacona.

 

Recopilación de:
Arturo CEJA ARELLANO
Cronista Comunitario de Jacona
Miembro de la Asociación de Cronistas por Michoacán

 

 Agradezco al Padre Alfonso Verduzco Pardo, por la facilitación de la información que hizo posible la creación de este folleto, cuya única intención, es compartir la historia de Jacona con las nuevas generaciones.

 

Folleto de fabricación artesanal y casera, impreso en agosto de 2023, en homenaje a quienes murieron en la creencia de que luchaban por una causa justa, cuyo único beneficio fue para la Iglesia Católica, aunque no pocos fueron los sacerdotes sacrificados, por una lucha de poder entre ésta y el gobierno de la nación.

 

Introducción:


Está escrito en la historia contada por personas que vivieron esos momentos y otras que le han dado continuidad compartiéndola a través de libros con cuentos y crónicas, con narrativas y manuscritos, que el pueblo de Jacona se convirtió en el punto final de lo que fue la cruel y despiadada Guerra Cristera, toda vez que aquí se llevó a cabo la culminación de esa época enmarcada por la violencia, la traición, lo irracional, lo inexplicable y lo inexplicable.
Fue aquí, en este lugar distinguido por ser uno de los municipios más pequeños de Michoacán, pero uno de los más productivos en cuanto a la actividad agrícola y agroindustrial como hasta nuestros días.


Aquí se llevó a cabo la entrega de armas y la firma de salvoconductos que finalmente “no respetó el gobierno”, porque durante cuatro años más por lo menos, desde que en el año de 1929 se efectuó esa malévola “firma de paz”, fraguada por el clero desde el Vaticano, con el gobierno federal con nuestro país, continuó la persecución y vil asesinato de quienes participaron en la Revolución Cristera contra el gobierno.


Pero vayamos hacia atrás, no un poco, sino un mucho, que nos recuerda que “ningún pueblo en el globo terráqueo, desde la mismísima creación del hombre y hasta nuestros días, de diferentes maneras, pero no se han salvado de la violencia”, recordándose con sangre y fuego aquel presagio sobre “la destrucción del hombre por el hombre mismo”, ayudado a veces por la madre naturaleza, que despierta de manera violenta, defendiéndose de la agresión que sufre del hombre.


Y ha sido la iglesia católica la principal protagonista de la violencia, pues con tan solo recordar a la famosísima “Santa Inquisición” nos basta; la que desaparecía a cuanto individuo le estorbaba para enriquecerse y mantener el poder, como lo hacían en la Edad Media, “aconsejando a su manera a los reyes y reinas en turno”.


La violencia fue, es y al parecer será, el común denominador en la sociedad, lamentablemente protagonizada por los mismos gobernantes, a quienes elegimos para que nos protejan y no para que nos agredan, toda vez que la corrupción, el chantaje, la extorsión, el secuestro, el abuso del poder, el tráfico de influencias, desvío de recursos, robo, y el homicidio, así como el moderno huachicoleo, que no es otra cosa que el robo de combustible de grupos criminales y del mismísimo gobierno, para venderlo a expendedoras del propio gobierno, son algunos de los factores que enarbolan los individuos hambrientos de poder. Y eso es lo que hemos vivido, vivimos y creo que seguiremos viviendo, haciendo cada día que sea “más fácil morir que vivir”. Y lo que es peor, el “morir sin saber por qué”.
En nuestro país, cada 100 años han destacado hechos violentos, al recordarse con horror, que en el año de 1810 se dio la Guerra de Independencia; pero por lo menos en ésta los trancazos eran entre invasores y rebeldes, participando con éstos últimos algunos sacerdotes; logrando sacudir al país (momentáneamente) de la invasión extranjera. De la invasión que no pudimos sacudirnos, fue la española con sus míticos “conquistadores”.


Luego, 100 años después, tuvo lugar la Revolución Mexicana en 1910, en la que rebeldes se lanzaron en contra del llamado “mal gobierno”, enarbolándose el reparto de tierras (que se hizo, pero en forma amañada) y la lucha contra gobierno y hacendados.
No bien concluía la famosa Revolución Mexicana, cuando en 1926 nació otra de las revueltas en el país, con la llamada Guerra Cristera, que no fue otra cosa más que “la defensa de parte del pueblo con la iglesia católica, luego de que el presidente de la República, Plutarco Elías Calles, promulgó la famosa “Ley Calles”, con la que cerró los templos prohibiendo el culto, y despojó a la iglesia de edificios, cerrando también los colegios y escuelas donde se enseñaba la religión católica. Más tarde que temprano se supo que esa reacción contra la iglesia católica, tuvo su origen cuando un sacerdote lo llamó “hijo bastardo”, escribiéndolo en el documento oficial de identidad, al ser bautizado.


Como haya sido, militares y pueblo católico se levantó en armas defendiendo a los sacerdotes, que eran pasados por las armas o ahorcados cuando eran aprehendidos; como morían, no solamente los llamados “cristeros”, sino también gente inocente, entre ellos, hombres y mujeres de todas las edades, incluyendo niños, jóvenes y adultos mayores, vapuleados por el propio gobierno, que los acusaba de cualquier cosa, principalmente de ayudar a los hombres de sotana.


Las familias ricas eran el centro principal, no solamente de cristeros y gobierno, sino también de gavillas de ladrones y asaltantes, que saqueaban e incendiaban pueblos enteros y haciendas, robándose caballos y ganado, así como productos alimenticios y de alto valor.
La de los Cristeros, fue una de las guerras más cruentas que se haya dado en gran parte del país, principalmente en Michoacán y Jalisco, por lo que familias enteras de buena posición económica, huían hacia otras entidades, mientras más lejos mejor; distinguiéndose las gavillas por acabar con las élites y aristocracia provinciana.


Y no obstante a que miles de ciudadanos se sacrificaron por defender al sacerdocio, fue la mismísima iglesia católica la que los traicionó desde el Vaticano, con Obispos que ni siquiera estaban, ni vivieron en el país, mucho menos sufrieron los estragos de esa guerra, los que pactaron con el gobierno, ofreciendo a los cristeros la cantidad de 15 pesos por cada pistola o rifle que entregaran, con la finalidad de desarmarlos para luego masacrarlos con la más vil de las traiciones.


Hombre y nombres se dieron a granel en esta Revolución Cristera; la mayoría de ellos vilmente asesinados durante y aún mucho tiempo después de que ésta concluyó, durante por lo menos los cuatro años siguientes. Quienes sobrevivieron, fueron precisamente los que nos narraron y algunos de sus herederos continúan narrando las experiencias de sus antepasados, como lo hizo el padre Alfonso Verduzco Pardo en su libro “Don José, un zamorano de ayer”, cuyas narrativas se fueron escribiendo en el libro de la familia por generaciones, hasta llegar a sus días, los del hoy, en los que coincidimos con él.


En el año 2010, otros 100 años después, todo hacía suponer que en México se daría inicio con otra guerra o revolución, ya no sé ni cómo llamarla, pero fue cuando se dio inicio por órdenes del presidente de la República, la dudosa y débil lucha del gobierno contra el crimen organizado, destacando Michoacán por el surgimiento de grupos del llamado “crimen organizado”, que ni siquiera vale la pena mencionar sus nombres. Se dice que ese presidente ha sido el único que “le ha pegado” a ese tipo de delincuencia, pero sin resultados que satisfagan a la sociedad, toda vez que la inseguridad ha crecido de manera alarmante, en lugar de disminuir, lo que hace surgir varias interrogantes, como: ¿para qué sirven el Ejército Mexicano, la Fuerza Aérea, la Marina, la Guardia Civil, Guardia Nacional, y las diferentes ramificaciones de corporaciones policíacas, que ni siquiera han tenido a bien aplicar la “prevención del delito”, proliferando como “vil cucarachas rastreras”, los individuos que se hacen llamar “sicarios”, montados ahora en motocicleta, asesinando hasta en el mismísimo centro de las ciudades a sus víctimas en turno, sin que sean detenidos, porque ahora las policías brillan totalmente por su ausencia, viéndose solamente a algunos agentes de tránsito dirigiendo la vialidad, pero en muy, pero muy pocos lugares.


Lo que sí está claro, es que la Secretaría de la Defensa Nacional sirve únicamente para lucir en los desfiles, así como para ayudar a la población en casos de desastres naturales y no naturales; porque la población está indefensa y a merced de la violencia; siendo la extorsión uno de los factores más importantes para el deterioro económico, por aquello de que el crimen organizado exige el pago por el “derecho de piso”, a todo tipo de comerciantes, cuando éstos pagan tal derecho primero al gobierno municipal, en el caso de los pueblos. Muchas son las familias que han dejado de producir por ese temor, y porque son muchas las que han perdido familiares de todas las edades, que han sido abatidos por no pagar ese derecho exigido por la delincuencia. Muchos son los comercios que han sido destruidos por el fuego o explosivos, perdiéndose el patrimonio familiar.
Al no actuarse contra delincuencia, ésta ha crecido a niveles realmente alarmantes inclusive a nivel internacional.

 

La historia se debe compartir; esconderla entre el polvo de la ignorancia


Pero bueno, vayamos al grano, a lo que motivó este escrito, como lo fue el final de la Guerra Cristera, que tuvo lugar en la ahora ciudad de Jacona, entonces conocida como Villa de las Flores; lugar donde se efectuó la firma del pacto, que no fue respetado por el gobierno y que solamente se dio como seguimiento a lo que ya habían fraguado, la propia iglesia católica con el gobierno federal de nuestra maltrecha nación.

Voy a transcribir para ustedes, una triste narrativa basada en documentos originales, que fue publicada por el padre Alfonso Verduzco Pardo, en su libro “Don José, un zamorano de ayer”:


Se trata de una carta en la que se narra lo que fue “la entrega de armas en Jacona”, a manera de información para un zamorano radicado en Estados Unidos. Fue en viada a manera de crónica con lujo de detalles, por Gabriel Vargas a su hermano Rodolfo. Éste vivía en Los Ángeles, California; un zamorano ilustre al que -según se dice- ni siquiera se le conoce en Zamora, a pesar de que sus obras de escultura se exhiben en varios museos del vecino país del norte.


Se trata de una crónica en la que narra con lujo de detalles, todo lo relacionado con uno de los hechos históricos más importantes para el municipio de Jacona, para Michoacán y para el país, como lo es la conclusión de una de las etapas más violentas y sangrientas que jamás se hayan vivido; como un período de inútil derramamiento de sangre, pues no hubo ni gloria, ni glorificados, sino solo sacrificios que enlutaron y empobrecieron más a miles de familias, tardándose mucho tiempo en lo que fue la recuperación económico-social, ante la indiferencia de la iglesia católica, que en esta ocasión fue la defendida.

Carta escrita el 23 de agosto de 1929:
Sr. Rodolfo Vargas
Los Ángeles, Cal.
“Tomando en consideración los deseos que me manifiestas de saber lo que pasa por estos lugares, he creído oportuno contarte algo sobre el final o epílogo de la terrible tragedia en la que nos encontrábamos: Voy a darte a conocer algo sobre la rendición o entrada de los libertadores a la Villa de Jacona, lo cual tuvo lugar el día 15 del corriente mes. Desde el amanecer de ese día notábase entre el pueblo un gran movimiento en todas las fachadas de las casas, así como en lugares públicos, fueron fijadas banderas tricolores que decían, en el verde “Viva el señor presidente de la República, Lic. Emilio Portes Gil; en el blanco, Viva la Paz; y en el rojo, Vivan los Hombres de Buena Voluntad”.


Serían aún las siete de la mañana cuando empezó a llegar gente de Zamora, tanto a pie como en los tranvías que hacen el servicio entre una y otra plaza; la hora señalada para la entrada había sido fijada a las diez de la mañana, por lo que a las nueve y media se presentó en la citada Villa el C. Gral. Manuel Ávila Camacho, acompañado de algunos altos empleados federales, quienes fueron con el solo objeto de presenciar y dar fe de aquel acto que ahí se iba a verificar.


Cuando me di cuenta de que el citado general había llegado, me dirigí a entrevistarlo y pedirle órdenes sobre el avance de los libertadores, a quienes poco antes había yo dejado reuniéndose en el barrio de San Pedro o garita que tú bien conoces, pues ahí fue la última reconcentración para iniciar la entrada. El general Ávila Camacho, a mi interrogación, contestó que ya podía avanzar, por lo que enseguida, montado en mi caballo, me dirigí hacia el lugar de la reunión antes dicho. Serían las diez horas más o menos, cuando ordené se organizase la columna para proceder el avance hacia el centro de la población, dada esta orden, en unos cuantos minutos quedó formada la citada columna de la siguiente manera: La vanguardia quedó integrada por un grupo de caballería, estando adelante el abanderado, C. Mayor, Eulalio Torres; enseguida me coloqué yo en el centro y a mi derecha quedó colocado el C. Coronel José María Méndez, jefe del Regimiento URUAPAN, y a mi izquierda iba el Coronel Ignacio Robles, en representación y como segundo del ameritado Coronel Ramón Aguilar, jefe del aguerrido primer regimiento, quien operó en la zona o sector de Zamora; pues el citado Coronel, así como otros muchos oficiales y soldados, no se creyeron con la suficiente entereza para presenciar o ser testigos de aquel acto, y por esto decidieron unos días antes retirarse del campo, aquellos corazones tan grandes y bien puestos, no

se atrevieron hacer entrega de sus elementos y armas a cambio de un salvoconducto, su corazón estaba ya lo bastante lastimado y no era posible torturarlo más con aquel nuevo sacrificio.


Enseguida del abanderado y nosotros tres, fueron colocados los demás jefes y oficiales componentes del Estado Mayor, Méndez y Aguilar. En total, la caballería o vanguardia se componía de unos cincuenta hombres, y la infantería que caminaba enseguida se componía de unos cuatro cintos hombres, todos los cuales una vez que se inició el avance, empezaron por ser aclamados por todo aquel pueblo, pues era tanta la gente que bien formaron una valla desde la mencionada garita hasta la plaza principal; así que apenas iniciado el desfile, empezaron nutridos y ensordecedores aplausos, vivas a Cristo Rey y a la Morenita del Tepeyac, a los defensores que sin arrendarles sacrificio alguno, se dispusieron a la legítima defensa de la Iglesia y de la Patria; vivas a los Paladines que se supieron marchar en pos de Cristo, cuando impunemente fue arrojado de sus Tabernáculos, vivan los que a costa de su sangre y de sus vidas lograron que Cristo regresara de nuevo a sus Sagrarios. No faltando también vivas al presidente de la República, quien supo hacer justicia, al igual que al ameritado General Manuel Ávila Camacho. Y así, en medio de aquella muchedumbre, de aquella espontánea manifestación completamente popular, nuestra columna marchaba grave y ceremoniosamente, si, pausadamente como si temiese llegar al final en que habríamos de entregar nuestros elementos de guerra, los que tantos heroísmos y tanta sangre había costado el adquirirlos, y que hoy tan solo en un acto de obediencia nos encontrábamos allí soportando con ello el mayor de todos los sacrificios, el más grande tal vez de todos, los experimentados durante tan larga y desigual campaña.


Yo, de cuando en cuando, observaba perfectamente cómo muchos de aquellos hombres que allí desfilaban, tenía sus miradas tristes y todos ellos parecían pensativos, algunas veces dirigían sus ojos hacia la bandera que al frente de la columna caminaba enarbolada, la que al impulso del viento y ante el clamor de aquel pueblo, ondulaba con gran majestuosidad haciendo sus colores que se hacían hermosísimos, al contacto de los rayos del sol, que en aquella mañana parecía brillar más que en otros días.


Entre tanto, la muchedumbre creía más y más, el júbilo y el entusiasmo aumentaban sobre manera, muchas flores, confetis y serpentinas eran arrojadas al paso de aquellos hombres llamados Cristeros, duraría su travesía aproximadamente unos treinta minutos, hasta que llegamos al sitio señalado para aquel acto, o sea, el ex Colegio Marista convertido ahora en improvisado cuartel, el que3 está situado a un costado del templo parroquial de este lugar. En las afueras de dicho edificio, estaba una mesa integrada por el General Ávila Camacho, el jefe de Hacienda de Zamora y algunos otros empleados federales. Co anterioridad habíanse apostado buen número de soldados para impedir la aglomeración del pueblo, dejando así libre toda una calle y el atrio de la parroquia a fin de facilitar mejor lo que allí tenía que hacerse, así cuando llegamos, penetramos hasta quedar dentro de aquel círculo de soldados.


Enseguida, sin pérdida de tiempo, se procedió al desarme, empezando con la caballería y después con la infantería, unos y otros estaban formados de la mejor manera, sólo esperando el momento fatídico de entregar los elementos de guerra. Entre todos había un silencio que nos daba a conocer el terrible sufrimiento que aquel acto estaba ocasionándoles; en sus semblantes se retrataba la angustia y la amargura, cuando uno a uno acudía al llamado para que pasase a la mesa a entregar sus armas y recibir su salvoconducto, así desfilaron hasta el último, anegados de tristeza y abatimiento ante semejante prueba, hasta que por fin se dio por terminada aquella escena a las doce y media de aquel día tan memorable para todos nosotros.


Mas era preciso consumarlo todo, quedaba en nuestras manos aún la Bandera, la que, según pacto anterior, teníamos que ocurrir a la parroquia y allí rendir o depositar aquella reliquia para todos querida, para todos sagrada, la que siempre fue testigo de tantos sacrificios, de tantas agonías; de todos los que en el campo de batalla caían, ella recogía sus últimas miradas, restañaba sus heridas y enjuagaba sus lágrimas postreras. ¡Oh, bendito emblema, que en el misterio de tus colores y de tu escudo, guardas para vosotros recuerdos inmortales! ¡Cómo no quererte si a tu bendita sombra siempre nos agrupamos cual hermanos, hijos de una fe, de una Iglesia y de una Patria! ¡Cómo no quererte, si teníamos por dignidad que defenderte de las garras de tus verdugos y tiranos! ¡Cómo no quererte, símbolo de todas nuestras esperanzas, si a tu sombra volvimos a ser libres y no esclavos como lo pretendían los enemigos de Cristo y de su iglesia!


Cuando todos estuvimos listos para avanzar al interior del templo una vez dada la orden, empezó nuestra columna a desfilar de dos en dos; al pasar los umbrales de aquella parroquia, pudimos darnos cuenta que estaba completamente pletórica, sólo en el centro había formada una valla por señoras y señoritas de distintas clases sociales; por en medio d aquella valla desfilaron los libertadores entre atronadores aplausos y vítores; una vez dentro quedaron formados dejando una segunda valla como de dos metros de ancho, así que quedó una fila de mujeres, y adelante, otra de nuestros soldados y cuando todos estuvieron perfectamente alineados, entonces el C. Coronel Méndez, en el pórtico del templo tomó la bandera colocándose al mismo tiempo a su derecha, el C. Tte. Coronel Robles, y a su izquierda quedé yo colocado, enseguida se acomodaron algunos jefes y oficiales y cuando un grupo de voces empezó a entonar el Himno Guadalupano, comenzó el desfile aquel por en medio de las mencionadas vallas, y uno a uno de los soldados que allí se encontraban formados, fueron depositando un último beso de despedida a su tan querida bandera; aquello era algo verdaderamente imponente, pues yo iba dándome perfecta cuenta, ya que con mis propias manos en la fila izquierda, por la que la gente caminaba, les daba la oportunidad ara que para que los soldados tocaran aquella enseña; por lo tanto pude observar cómo aquellos hombres y jóvenes, que con tanto denuedo habían desafiado en muchas ocasiones a la misma muerte, en aquellos precisos momentos se transformaban en unos niños, en unos pequeñitos, pues al tomar en sus manos una orillita de la mencionada bandera, poníanse a tal grado impresionados, que francamente temblando la llevaban a sus labios, y allí no era solamente un ósculo en que en ella depositaban, sino también muchas lágrimas.


¡Oh benditas lágrimas nacidas sólo al impulso de los nobles sentimientos que os hicieron lanzaros al campo de honor! ¡Benditas lágrimas que venís a aumentar la huella de otras muchas, que permanecerán por siempre ocultas entre los pliegues de nuestra tricolor enseña!


Así caminaba lentamente aquella ceremonia que poco a poco iba causando entre el pueblo impresión tal, que ya los vivas se escuchaban entrecortados por el llanto; en todos los rostros se manifestaban claramente y con la natural franqueza la impresión del momento, que no había en aquel instante corazón alguno de los que estaban siendo testigos de todo aquello, que no desahogase vivamente sus sentimientos de las distintas maneras, allí había lágrimas, había sollozos, había vivas y aplausos, hasta que al fin, en medio de aquella incesante lluvia de flores y confetis, llegamos con la bandera hasta el extremo de aquella valla, en cuyo sitio de antemano habíase preparado el altar, en el cual se encontraba esperándonos nuestra Señora de la Virgen de La Esperanza, que como se sabe es la imagen que tanto se venera en este lugar.


Una vez que llegamos a los pies de aquella nuestra Madre, si, de aquella Madre cariñosa y buena, la que en los momentos más difíciles y de peligro jamás nos olvidó, la que siempre sostuvo en nuestros corazones a fe y la esperanza de algún día poder ser libres y no esclavos como lo pretendían los malos hijos de la Iglesia y de la Patria.


Cuando hubimos colocado aquel pabellón a los pies de la expresada Imagen, empezamos a escuchar el Himno Nacional cantado por innumerables voces, mas el efecto que aquellas notas produjeron en nuestros atribulados espíritus, tú imagínatelo ya que no sabría explicártelo, sólo sé decirte que ha sido una de las más fuertes impresiones de mi vida, pues sentí en aquellos momentos que un ligero temblor me sacudía, igualmente pude observar que lo mismo sucedía a Méndez y a Robles que los tenía junto a mí; enseguida no hicimos más que caer de rodillas ante aquel altar y aquella bandera, y ahí, con lágrimas también desahogamos lo mismo que sentíamos dentro de nuestros lacerados pechos; entre tanto, las estrofas de nuestro hermoso Himno resonaban dentro de aquel recinto, dando un aspecto más serio y más glorioso a las escenas que allí se estaban desarrollando. Fue aquello algo jamás visto por todos aquellos miles de espectadores, en quienes ya ha quedado al fin grabado este acto que relativamente había sido improvisado.


Una vez terminada aquella música, aquel canto para todos nosotros sublime, creí necesario con unas cuantas palabras, dar a conocer al pueblo ahí representado, nuestro principal objeto de toda aquella ceremonia e imponiendo un poco de silencio, me expresé de la siguiente manera:

 

-Pueblo de Jacona, Ante Jesucristo Rey y Caudillo de nuestra bendita causa… Ante la Virgen de La Esperanza testigo y abnegada protectora… En nombre de la Guardia Nacional y del grupo de libertadores aquí presentes, así como de los que sucumbieron en el campo
del honor en cumplimiento de su deber, vengo a haceros formal entrega de esta bandera, compañera inseparable y leal testigo de tantos y tantos sacrificios, que no fueron sino el precio de las libertades nuevamente conquistadas. Esperamos solamente que esta joya tan valiosa para nosotros, sepan conservarla dignamente dentro de estos muros como un recuerdo, para que las futuras generaciones, al oír contar su magna historia, sepan en cualquier tiempo cumplir como buenos cristianos en bien de la iglesia y de la patria.


Pasado todo aquello procedimos a salir de aquel lugar, puesto que todo había terminado con aquella ceremonia, sólo seguía la última escena, la de tener que despedirnos unos de otros, todos se miraban como hermanos y naturalmente que sentían aquella separación irremediable; mas antes de todo, fuimos invitados por la sociedad de Zamora y de Jacona a un banquete, el que tuvo lugar en una céntrica casa de esta Villa.


Como a las catorce horas fue dicha comida, la cual estuvo bastante suculenta. En el interior de la finca se instaló una banda de música, la que estuvo toda la tarde amenizando aquella convivencia. Así que todas esas horas, estuvimos aún reunidos soldados, jefes y oficiales, ahora ya de civiles. Después comenzó el fatídico desfile, uso para un lado y otros para otro; es decir, cada cual por su camino, todos meditabundos y cabizbajos emprendían la marcha en retorno emprendían la marcha en retorno a sus hogares, nadie llevaba capital ni dinero alguno; unos el indispensable para su camino, otros ni eso. Únicamente les acompañaba la satisfacción del hombre o del cristiano que ha cumplido con el deber más digno y noble que pudo existir sobre la tierra.


Rasgaba nuestros corazones pensar que muchos de aquellos paladines. Sólo fueran a encontrar un puñado de escombros de lo que antes había sido un hogar, aunque humilde pero tal vez muy feliz, y lejos, muy lejos, posiblemente podrían encontrarse con algunos supervivientes de los seres más queridos para todos ellos; pues el enemigo en los días más aciagos de la lucha, les había quemado sus chozas y poblados arrojándolos muy lejos de aquellos contornos, tan solo por el delito que ya es bastante conocido por la sociedad, pues muchos eran familiares de los defensores de Cristo y de su Iglesia y por lo mismo se habían hecho acreedores al destierro y a la indigencia.


¡Oh terribles pruebas del destino que así os mostráis para muchos incomprensible! ¡Oh Dios nuestro! Haced que brille el sol de la justicia para todos los que así se sacrificaron en bien de la humanidad cristiana. Que sus rayos de luz purísima disipen para siempre la oscuridad que ha ocultado la verdad a los ojos de los malos mexicanos, para que así caminando todos unidos por el sendero del deber y del derecho, logremos que florezcan de nuevo en las campiñas los laureles y olivas de la paz, para adornar las tumbas de los que cayeron en el cumplimiento del deber y coronemos la angustia y sacrosanta frente de nuestra martirizada iglesia mexicana”
Gabriel Vargas

Documento que habla de la “estatura moral” de los combatientes cristeros.

De esta forma fue como el pueblo de Jacona destacó a nivel mundial, como el lugar donde se dio cerrojazo final a una de las más sangrientas etapas vividas en gran parte de la República Mexicana, especialmente en Jalisco y Michoacán, que sirvieron como escenarios de guerrillas y enfrentamientos, saqueos, destrucción y muerte.

 

Un Pueblo sin historia
es un pueblo sin identidad

 

 

 

Edición: Leticia E. Becerra Valdez

 

 Sucríbete a nuestro canal en Youtube :  Viviendo Mi Ciudad

 

Deja tu opinión o compártelo en tus redes





Comentarios potenciados por CComment

Videos deportivos y otras categorías, recientes y de nuestra colección de años pasados